Conozco con una íntima precisión los jardinillos del río Genil que van desde el Puente Verde al Puente de los Basilios. Voy bajo los grandes castaños que se cubren de una capa rojiza en el otoño. Vigilo los rincones secretos de las palmeras, con sus troncos heridos, llenos de pequeños huecos, de tortuosas cuevas en la madera muy propicias para esconder mensajes o tesoros. Descubro las orugas, descienden de sus palacios blancos y avanzan con una disciplina suicida hasta llegar a la tierra y a mis zapatos. Veo a los peces de colores nadar en el agua redonda de la fuente, mezclándose con las naranjas locas que mi mano captura en la profundidad tibia de la primavera. Oigo a los pájaros, detengo a los insectos, dejo mis huellas en los barros del invierno.
Aunque las obras públicas han cambiado la geografía de los jardinillos, con sus laberintos para las bicicletas y sus bancos para los besos de los enamorados, conservo intacto en la memoria el camino que me llevaba todas las mañanas desde mi casa al colegio. Me gustaba salir con tiempo para perder cinco minutos con una libélula pacífica o con las maniobras de un gorrión en su nido. Dejaba que el mundo invadiera mi soledad, que la mirada curiosa viajase de un sitio a otro, de una sorpresa a una rutina. No tuve mala suerte con mi colegio, pero los mejores recuerdos, las escenas de aquellos años escolares que de forma más nítida se mantienen en mi memoria, no provienen de las aulas, las capillas, las bibliotecas y los laboratorios, sino del camino que me llevaba todas las mañanas de mi casa a mi pupitre, convertido en un elemento más de un mundo infinito.
Como me gusta sacar las metáforas del fondo de la memoria, que es una fuente redonda con peces de colores y naranjas locas, hablo con mi hija del camino de su colegio. Está preparando el estuche, forrando los libros, poniendo su nombre en las libretas. Tú te llamas así, durante toda tu vida cargarás con tu nombre y tus apellidos, como se carga con una piel, una manera de sentir, una sexualidad, un género, una economía, unos credos. Pero tómate en serio el camino que va desde la casa al colegio, porque, además de descubrirte el mundo, el sentido de los vientos y las lluvias, te ofrecerá la posibilidad de alejarte un poco de ti misma hasta comprender lo que tienes en común con todos tus compañeros.
No se trata de renunciar a tu identidad, sino de aprender a convivir, de saber que el mundo no se puede doblegar a tu identidad. Los espacios públicos necesitan ser neutrales para que quepan todos los ojos, todas las bocas, todas las conciencias. Así que aprovecha el camino del colegio, aprovecha los pasos de tu soledad, y en cada esquina que dobles ve borrando algo lo que has sacado de casa. Empieza por mis creencias y por las de tu madre, que son nuestras, pero no son las de todo el mundo. Y luego sigue con el dinero de tu hucha, con tu forma de mirarte al espejo mientras te haces mujer, con el amor a tu lugar de nacimiento, tu raza, tu pandilla. Cuando llegues al colegio, no serás un lugar de origen, ni una sangre, ni un número de cuenta en un banco, ni una sexualidad, sino una alumna que compartirá con los demás la necesidad de aprender y de convivir.
Sólo te pido que te borres un poco. No se trata de perder tu identidad, porque eso nunca se pierde. No vas a dejar de ser una mujer, de haber nacido donde has nacido, de vivir al ritmo de tu hucha o de la mía. Eso lo doy por supuesto. Pero quiero que aprendas lo que compartes con los demás, para que sepas convivir sin que nadie te imponga nunca una identidad, sin que tú se la impongas a nadie. Para sentirnos todos cómodos, ni el Estado ni el colegio pueden ser nuestros domicilios particulares. Ese es el sentido de lo público.
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