Vida de un piojo llamado Matías
-Pobre criatura -dijo-, túmbate en medio de nosotros para que te demos calor.
Así lo hice, agradecido y consolado de ver que todavía quedaban corazones generosos en el mundo.
Me preguntaron quién era y de dónde venía. Yo, que vi que eran gente fiable, les conté la verdad. Al final uno de ellos tomó la palabra:
-Muchacho, tente por dichoso si conseguiste escapar del malvado rey de la caspa. Hay pocos piojos que puedan decir lo mismo.
-De todas formas -agregó otro-, piensa que todavía no estás a salvo por completo. Será mejor que te acuestes y descanses. Si la suerte no se nos tuerce, desembarcaremos en tierra fértil antes de que se haga de noche. Entonces todos los aquí presentes, incluyéndote a ti, podremos empezar una vida nueva.
Aquel pronóstico optimista tardó en cumplirse. La noche fría y negra cayó sobre nosotros. Apenas conseguí dormir. La cabeza me ardía de fiebre. Las patas y el abdomen, en cambio, los tenía helados.
Al amanecer, cuando los demás se despertaron, la debilidad no me permitió despegarme del suelo. Sin fuerzas para ponerme de pie, les oí darse los buenos días.
-Este joven está mal -dijo alguien señalándome.
-Esta` muy mal -le contestaron-. ¡Si pudiéramos ayudarle de algún modo! Como no coma pronto dudo que siga vivo por la tarde.
Aquellas palabras me entristecieron profundamente. Todavía resonaban en mi cabeza cuando de pronto sucedió lo que todos esperaban y yo tanto necesitaba. Se abrió la puerta del perchero. Lo notamos por el raudal de luz que nos deslumbró. Segundos después el gorro de lana ascendió por los aires a gran velocidad y aterrizó enseguida sobre la cabeza del niño que vivía en aquella casa.
Un piojo corpulento de los del grupo me tomó a sus espaldas. Con mucho cuidado de no caerse, me bajó a tierra, donde ciego de hambre clavé el estilete de mi boca. Comí, y no exagero, lo menos por seis. Cuando los demás, completamente saciados, se habían tumbado a hacer la digestión, yo seguía chupa que chupa el rico y dulce jugo que guardaba en sus entrañas aquel suelo feraz.
En breve tiempo recobré la salud y las fuerzas. Decidí quedarme a vivir cerca de los piojos que tan cariñosamente se habían portado conmigo. Residíamos en la coronilla del niño, donde había muy buenos manantiales. A veces yo me acercaba a los pelos del flequillo. Subido a alguno de ellos, me pasaba el rato mirando la televisión.
Transcurrieron varios días. Reinaba la tranquilidad en la zona. Hubo, eso sí, dos tormentas fortísimas, con inundaciones y huracán caliente; pero el grupo se las supo apañar, agarrándose cada cual al pelo más cercano.
Los vecinos se llevaban bien. A la caída de la tarde, después de la cena, solíamos, reunirnos a conversar. A esas citas agradables acudía una pioja de mi edad. Era una joven guapa, delgada y algo tímida por la que ya me había sentido yo atraído la primera vez que la vi en el gorro de lana.
En una palabra, me gustaba, me hacía tilín, me enamoré de ella y se lo dije. Ella se puso colorada, pues era de suyo vergonzosilla; pero al fin me aceptó a su lado y juntos solíamos ir de paseo hasta el flequillo del niño en que vivimos. Allí nos poníamos cómodos y pasábamos las tardes entretenidos con las imágenes de algún videojuego o viendo las películas de la programación infantil. -¿Otra vez anuncios? ¡Qué aburrido! -decía yo. -Algunos no me parecen mal -respondía ella-. Por lo menos tienen gracia.
-A mí no me hace ninguna gracia que me corten cada dos por tres la película. Además, ¿ qué nos importan todos esos productos que no podemos comprar?
Fernando Aramburu
Vida de un piojo llamado Matías
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