CHIRRIDOS DE PAN EN ACEITE CALIENTE
La autora del relato ganador del concurso 'Sabores de Andalucía' recrea los aromas de su infancia en Linares (Jaén).
La casa de Linares donde me crié habría sido un buen ejemplo para la moderna ministra de vivienda. En cincuenta metros cuadrados se mezclaban olores, sabores, imágenes y hasta los pensamientos de quienes la habitábamos. Vidas comprimidas.
Al cuarto que compartía con mis hermanas entraban a modo de despertador nasal los olores del café de puchero que mi madre se preparaba a las seis de la mañana, su hora de levantarse para preparar el desayuno a los hombres de la casa y cuidar de sus plantas: geranios, gitanillas, jazmines, trompetones, pendientes de la reina y mucha hierbabuena. Pero el olor a café penetraba en el dormitorio para estimular cada despertar llevándome lentamente hacia las orillas de cada sabor esperado: bollos de aceite, chumbos, higos, perrunillas.
Con los ojos entreabiertos y la boca cuajada de saliva podía distinguir los mapas de mil países y ciudades imaginarias dibujados en las formas de los desconchones azul azulete que recubrían las paredes del dormitorio. Los bordes cortantes de simas oceánicas con sabor a pan y aceite, los abultamientos calcáreos a punto de provocar en los Alpes avalanchas de pescaditos fritos y las siluetas de las costas australes dibujadas por la humedad del gazpacho y los vinos de Córdoba y Cádiz a lo que a veces olían los hombres.
Tormentas de septiembre
La casa donde me crié se impregnaba del carburo que encendía mi padre en los tormentosos días de septiembre cuando regularmente se iba la luz y mi madre tiraba, a modo de ofrenda, pan duro al patio; rogándole a Santa Bárbara bendita patrona de los mineros que acallara los truenos. A la luz del carburo las sombras de mis hermanos se movían lentamente agrandándose y temblando mientras intentaban leer El Jabato con una linterna por la que todos peleábamos. Yo era la más pequeña, mi padre acortaba la noche enseñándome sombras chinescas con sus manos. En la penumbra mi madre era un ágil bulto que hacía ruidos conocidos seguidos de olores que traían tanta luz a la oscuridad como el carburo: una cuchara chocando contra los bordes de una sartén, un chirrido de pan crujiendo en el aceite muy caliente, un olor penetrante a matalahúga, canela; y por arte de magia, unas gachas dulces aparecían encima de la mesa para entretener la noche.
Los olores precedían al desfile de platillos que a modo de satélites acompañaban a la sartén estrella: alfajores, chicharrones y algún restillo salado para romper el dulce como tortilla de collejas. Los mayores al acabar se ayudaban de la copita de anís para despegar la harina del cielo del paladar, eso decían.
Los sábados acompañaba a mi madre a la plaza de abastos para ayudarla a cargar la compra. Conservo ese amor por los mercados y el bullicio que ella tenía, amor que me penetró gracias a su infinita paciencia con la que me arrastraba una y otra semana haciendo oídos sordos a mis quejas. Taciturna caminaba como si fuese con ella escondiendo en un bolsillo la chivata que volvería repleta. Caracoles, en lenta fuga de la malla, que yo iba recogiendo mientras avergonzada le guardaba el turno a mi madre para que ella comprase la japuta o los boquerones en el puesto del pescado.
Sorteando el inestable equilibrio de botijos, lebrillos y cántaros, una gran fila de cajas tapadas con hoja de parra concursaba para ella, experta catadora de la vid: moscatel, uvas de Almería, uvas de corazón de cabrito, uva blanca pequeñica de la tierra, uva rosada...; mientras, el hortelano levantaba los racimos para mostrarle la perfección de cada uno de ellos, mi madre decidía según su estado de ánimo y el precio, añadiendo siempre la coletilla de "bien pesados".
Antes de volver a casa, cargadas de frescos pescados y verduras, parábamos en el callejón de las especias: azafrán en rama, clavo, tomillo, pimienta, hinojo...; penetraban todo lo que llevaba, la ropa, los enfados, lo aprendido y lo olvidado. Las galletas sabían a pimentón y mi piel a la sal que sudan los niños.
A descubrir y a fundar
Cuando fuimos creciendo, la casa donde me crié fue quedando vacía. Mis hermanos y yo, como dice la canción, nos marchamos a descubrir y a fundar. El azar, la indecisión o todo lo contrario hicieron que acabásemos diseminados por toda España y otras lejanías. Mi hermano Juan envejeció en un barrio del cinturón industrial de Barcelona donde sigue preparando sus aceitunas machacadas o rajadas, aliñadas como lo hacía mi madre. Es lo único que le sabe "como antes". Mi hermano Antonio siempre tuvo dotes circenses, ancló su portentoso sentido del equilibrio a una bandeja en una isla volcánica, llena de turismo alemán.
Tiene deje canario tras cuarenta atlánticos años pero en su bodeguita prepara el gazpacho, las tortillitas de camarones y el ajo pringue como se hacía en casa. Manuela es la mayor, nunca se movió de Linares; sus pestiños aroman los trenes que vienen del sur hasta Atocha cuando visita a sus hijos y nietos. Es una gran conversadora, contadora espontánea de recetas. A menudo los niños sólo saborean de su abuela la muestra de lo que traía porque improvisó una cata entre los viajeros. María se casó con un vasco al que conoció mientras anillaban flamencos en Doñana. En Mundaka echa de menos el color y los aires de la costa andaluza. Mientras, para su consuelo, transforma el fino paladar de Iñaki a base de dosis estudiadas de aromas y sabores primos de los vascos. Así se perfeccionan generaciones y platos, con las mejores mezclas.
Yo, como os dije, aprendí a leer azules mapas del mundo en las paredes de la habitación de mi infancia. En Colonia, en Houston o en Baikonur he sentido la presencia de mi tierra como un legado mágico y valioso. Ahora al divisar el horizonte curvo de ese globo azul, desde la ventana del trasbordador distingo, entre la ingravidez, esa presencia que ha conformado el mapa de mis recuerdos. Una laboriosa cartografía de sabores, colores y olores trazada por mi madre, por mis abuelas, por todas las gentes que confluyeron en mi infancia. Mapas donde latitudes y longitudes saben a mi tierra en infinitas combinaciones. Aquí, donde nada pesa, se levanta ligera la memoria del olor al puchero de café que veo dibujarse al encenderse las luces del amanecer en Andalucía mientras anochece en otro confín.
Rosario Sabio Castillo ganó con este texto el concurso de relatos Sabores de Andalucía, convocado por El Viajero.
http://www.elpais.com/especial/viajero/andalucia/escapadas-invernales/ganador-concurso.html
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